La dignidad de la vida humana y la responsabilidad
cívica
Carta pastoral de monseñor Burke, obispo de La
Crosse
Queridos hermanos y hermanas en
Cristo,
En estos meses y en los venideros, los políticos
están comenzando sus campañas para la elección o reelección a cargos públicos en
el 2004. El comienzo de las campañas políticas nos recuerda que nosotros, como
católicos, estamos llamados a ser fieles a Cristo también a través de nuestro
compromiso político. Cada elección nos da la oportunidad de discutir la forma en
que nuestro gobierno nos debe guiar ahora y en el futuro para el bien
común.
Formar juicios políticos
Tristemente, muchos católicos malinterpretan el
significado de la así llamada «separación Iglesia Estado» en nuestra nación y
creen que la Palabra de Dios, que nos ha llegado en la Iglesia, no tiene
aplicación en la vida política. Ciertamente, nuestro gobierno no defiende ni
financia ninguna religión ni denominación cristiana particular. Pero, al mismo
tiempo, nosotros, como católicos, tenemos el derecho, más bien, la obligación de
informar nuestras conciencias y juicios políticos a partir de las enseñanzas de
nuestra fe, especialmente en lo que concierne a la ley moral natural, que es el
orden establecido por Dios en la creación.
Por ejemplo, mientras que los Diez Mandamientos
prohíben robar, nadie pensaría que las leyes contra el hurto sean una imposición
de las religiones judía o cristiana. Personas de diferentes credos o sin fe
pueden reconocer la obligación natural de respetar la propiedad de los demás.
Asimismo, nadie consideraría la oposición cristiana a la esclavitud un tema
«religioso». Más bien, los cristianos que se oponen a la esclavitud y otros
males similares están actuando según los estándares de correcto e incorrecto,
que tienen su fundamento en nuestra común naturaleza
humana.
Abrazar el desafío de nuestra
fe
Como católicos, nos enfrentamos a un desafío especial
y crítico cuando la ley moral exige algo diferente de lo que la sociedad
sanciona. En tal situación, muchos de los que nos rodean, y especialmente los
medios de comunicación, nos impulsarán a conformarnos a los estándares sociales
que «sigue la multitud».
Sin embargo, nuestra fe católica exige que, en
solidaridad con nuestros compañeros ciudadanos, sigamos la norma de la ley moral
y también que la proclamemos en la sociedad para el bien de todos. «Los
católicos están llamados a ser una comunidad de conciencia dentro de una
sociedad más amplia y a examinar la vida pública con la sabiduría moral anclada
en la Escritura y consecuente con los mejores ideales fundacionales de nuestra
nación» (Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos,
«Faithful Citizenship: Civic Responsability for a New Millennium» –Ciudadanía
Creyente: Responsabilidad Cívica para un Nuevo Milenio. Septiembre 1999, Pág.
8).
Cuando el Dr. Martin Luther King escribió su famosa
«Carta desde la Cárcel de Birmingham», citaba la doctrina de la ley natural de
Santo Tomás de Aquino en defensa de la desobediencia civil. ¿Si el Dr. King se
sirvió de la doctrina católica para mantener lo que es correcto y bueno, no
deberíamos hacer lo mismo los católicos?
Proteger toda vida humana
La doctrina católica se distingue de lo que
actualmente sanciona la sociedad por su firme e inquebrantable defensa de la
dignidad de la vida humana. Como católicos, estamos siempre obligados a defender
la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural. La Iglesia enseña
que la vida humana se debe proteger en cualquier etapa de su desarrollo, sea en
el vientre materno, en la silla de ruedas o en el lecho de
muerte.
Nuestra postura consecuente con la dignidad de toda
vida humana no es entendida por algunos. Muchos entienden nuestro cuidado por
los pobres y los marginados, pero se separan de nosotros en nuestra defensa de
la vida inocente e indefensa en el vientre materno. Estarán junto a nosotros en
contra de la pena capital, pero no en contra del aborto provocado o la
eutanasia.
La situación es muy difícil para nosotros y
profundamente triste para nuestra sociedad, especialmente para sus miembros
indefensos y gravemente oprimidos, pero no deberíamos tener dudas de la verdad
de la doctrina católica. Por el contrario, debemos trabajar por poner en
evidencia la contradicción de proteger algunas vidas humanas y no otras, y
trabajar por proteger toda vida humana.
«Toda persona humana es creada a imagen y semejanza
de Dios. La convicción de que la vida humana es sagrada y de que toda persona
posee una dignidad inherente que debe ser respetada en sociedad se encuentra en
el corazón de la doctrina social católica. Las llamadas a avanzar en los
derechos humanos son ilusiones si el derecho a la vida misma está sometido a
ataque. Creemos que toda vida humana es sagrada desde la concepción hasta la
muerte natural; que las personas son más importantes que las cosas; y que la
medida de toda institución estriba en si valora la vida y la dignidad de la
persona humana» (Ibíd., Pág. 13).
El trabajo del Quinto Sínodo Diocesano nos ha
subrayado la urgencia del apostolado del respeto por la vida humana,
especialmente la del no nacido: «Dado el predominio en nuestra sociedad del
aborto provocado, la diócesis debe prestar la atención más urgente posible a
fortalecer el respeto por la vida del no nacido inocente e indefenso y a
trabajar por poner fin a la práctica del aborto provocado en nuestra nación»
(Sínodo V Actas: celebrado del 11 al 14 de junio del 2000, Pág. 434, n.
217).
Debido al bien común, no debemos fallar en nuestro
deber cristiano y cívico de restaurar el respeto por la vida del no
nacido.
Salvaguardar el bien más
fundamental
La doctrina católica cumple la ley moral natural, que
nos obliga a proteger toda vida humana. En nuestra historia como americanos, en
ocasiones hemos encontrado razones para excluir de la protección de la ley a
algunas poblaciones. Siempre nos hemos equivocado al hacerlo. ¿En qué se
diferencia nuestra exclusión presente del no nacido, del anciano y del enfermo
de nuestras exclusiones del pasado? La doctrina moral de la Iglesia nos dice
simplemente que deberíamos ver con nuestros propios ojos, que los niños que
abortamos y los enfermos que «misericordiosamente matamos» son nuestros hermanos
y hermanas en la familia humana.
Algunos dirán que la defensa de la vida inocente es
sólo un tema entre muchos, que es importante pero no fundamental. Están
equivocados. En la ley moral natural, el bien de la vida es el bien más
fundamental y la condición para el goce de todos los demás bienes (Cf.
Conferencia Episcopal de Estados Unidos, «Living the Gospel of Life: A Challenge
to American Catholics» –Vivir el Evangelio de la Vida: un Desafío para los
Católicos Americanos- Noviembre, 1998, n. 5).
Hay que recordar las palabras del Papa Juan Pablo II
sobre la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo: «La
inviolabilidad de la persona, reflejo de la absoluta inviolabilidad del mismo
Dios encuentra su primera y fundamental expresión en la inviolabilidad de la
vida humana. Se ha hecho habitual hablar, y con razón, sobre los derechos
humanos; como por ejemplo sobre el derecho a la salud, a la casa, al trabajo, a
la familia y a la cultura. De todos modos, esa preocupación resulta falsa e
ilusoria si no se defiende con la máxima determinación el derecho a la vida como
el derecho primero y fontal, condición de todos los otros derechos de la
persona» (Exhortación Apostólica Post-sinodal «Christifideles Laici», «Sobre la
Vocación y Misión de los Laicos en la Iglesia y el Mundo», 30 de diciembre de
1998, n. 38b).
La protección de la vida inocente no es sólo un tema
político, sino, mucho más importante, es una responsabilidad política básica
(Cf. «Living the Gospel of
Life», nn. 33-34).
Hacer una opción consecuente por la vida
Por tanto, los católicos no pueden creer
legítimamente que, si apoyan los programas a favor de los pobres y marginados,
esto «es suficiente» para no ser consecuentes a favor de la
vida.
«Cualquier política a favor de la dignidad humana
debe tratar con seriedad temas como el racismo, la pobreza, el hambre, el
empleo, la educación, el hogar y la sanidad... Pero el ser ‘justos’ en tales
materias lleva a nunca excusar una opción equivocada con respecto a los ataques
directos contra la vida humana inocente. De hecho, la falta de protección y
defensa de la vida en sus etapas más vulnerables vuelve sospechoso cualquier
llamamiento a la ‘justicia’ de la postura sobre otros temas que afectan a los
más pobres y menos poderosos de la comunidad humana» («Living the Gospel of
Life», n. 23).
La preocupación por los apuros del pobre debe
acompañarse de un profundo respeto por la dignidad de toda vida humana. De otra
manera, puede corromperse y abrazar con demasiada facilidad el aborto provocado
y la eutanasia como actos de compasión hacia el que sufre. Pero ésta es una
falsa compasión, que busca reducir el sufrimiento humano eliminando a los que
sufren. Cuando permitimos que se mate a quienes están en más necesidad, no
amamos al pobre como lo hizo Jesús, quien dio su vida como rescate por muchos
(Cf. Mt 20:28; Mc 10:45; y 1 Tim 2:6).
La responsabilidad de defender la vida humana en
todas sus etapas recae sobre todos los ciudadanos católicos. Recae, con un peso
particular, sobre los políticos católicos. Hace un año, en la Solemnidad de
Cristo Rey, la Congregación para la Doctrina de la Fe de nuestro Santo Padre el
Papa Juan Pablo II publicaba un documento: «Nota Doctrinal sobre algunas
Cuestiones Relativas al Compromiso y la Conducta de los Católicos en la Vida
Pública» (24 de noviembre de 2002), que clarifica a los políticos católicos su
más seria responsabilidad en la defensa de la vida humana.
El documento explica: «Juan Pablo II, en línea con la
enseñanza constante de la Iglesia, ha reiterado muchas veces que quienes se
comprometen directamente en la acción legislativa tienen la «precisa obligación
de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana. Para ellos, como para
todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a
favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con
el propio voto» (n. 4ª).
Responder moralmente a las leyes
injustas
A menudo, los políticos católicos que sostiene
posiciones en contra de la vida defienden su postura de voto con el hecho de que
están siguiendo su demarcación electoral o la voluntad de la «mayoría». Sin
embargo, nadie puede defender una ley injusta basándose en el consenso político.
No consideramos que las leyes «Jim Crow», que discriminaron a los afro
americanos, sean justas porque la mayoría de la población las
apoyara.
Los políticos católicos tienen la responsabilidad de
trabajar en contra de una ley injusta, incluso cuando la mayoría del electorado
la apoye. Cuando los políticos católicos no puedan cambiar inmediatamente una
ley injusta, nunca deben dejar de trabajar hacia ese fin. Por lo menos, deben
limitar, en cuanto sea posible, el mal causado por una ley
injusta.
El Papa Juan Pablo II nos ilustra este importante
principio moral: «Cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley
abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos
en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública» (Carta Encíclica
«Evangelium Vitae», «Sobre el Valor y el Carácter Inviolable de la Vida Humana»,
25 de marzo de 1995, n. 73c).
El sistema judicial en los Estados Unidos de América
permite que los legisladores limiten el acceso al aborto provocado, y los
políticos católicos están obligados a restringir el alcance de esta grave
injusticia siempre que se les presente la oportunidad.
Mientras que ciertamente hay políticos católicos que
han trabajado con diligencia en promover el Evangelio de la Vida a través de
nuestras leyes, muchos han puesto en entredicho su deber de actuar
así.
Sumo mi voz a la de mis hermanos obispos de hace
cinco años en nuestro llamamiento: «Urgimos a aquellos funcionarios públicos que
sean católicos que escojan, en su vida pública, el punto de partida de la
doctrina de la Iglesia sobre la inviolabilidad de la vida humana, para que
consideren las consecuencias sobre su propio bienestar espiritual, así como el
escándalo al que se arriesgan al conducir a otros a un grave pecado... Ningún
funcionario público, especialmente si se considera a sí mismo un católico fiel y
serio, puede defender responsablemente o apoyar de forma activa ataques directos
a la vida humana inocente» («Living the Gospel of Life», n.
32).
Una vez más y de manera más urgente, yo, como obispo
de la diócesis de La Crosse, suplico a todos los católicos que tienen una
ocupación política que examinen sus conciencias a la luz de su deber de proteger
la vida humana en todas sus etapas. Además, les impulso a que tomen la
resolución de vivir plena y fielmente el Evangelio de la Vida en toda su
actividad legislativa.
Empezar en el hogar
Seamos ciudadanos o políticos, sea cual sea nuestro
estado de vida, todos tenemos la responsabilidad de trabajar por una sociedad
que salvaguarde y promueva la dignidad de la vida humana. Debemos reconocer que
el edificio de una cultura de la vida comienza en el hogar, en nuestras
familias. Comienza con una comprensión clara de la unión conyugal y su
ordenamiento al don de los hijos (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2366).
Con frecuencia, los católicos fallan a la hora de
actuar en contra del aborto y la eutanasia con energía, porque han comprometido
la doctrina de la Iglesia sobre el fin procreador del matrimonio al aceptar el
control artificial de nacimientos (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2370). El portal de entrada para la cultura de la muerte en nuestra sociedad ha
sido el abandono del respeto del significado procreador del acto conyugal. Es la
forma anticonceptiva de pensar, el miedo a la dimensión de dar vida del amor
conyugal, lo que verdaderamente sostiene tal cultura.
El Papa Juan Pablo II observaba con razón: «La
cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que
rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción» («Evangelium
Vitae», n. 13). Si debemos actuar con un vigor renovado a favor del Evangelio de
la Vida en nuestras familias y en nuestras parroquias, debemos sumarnos
firmemente a la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción artificial.
Debemos promover la planificación familiar natural como una alternativa moral
para aquellos que, por graves razones, necesitan limitar el número de hijos en
la familia.
La legislación del Quinto Sínodo Diocesano nos da una
dirección clara y firme: «La enseñanza de la Iglesia sobre la transmisión de la
vida humana y la Planificación Familiar Natural se debe entender como algo
fundamental para la enseñanza del respeto por toda vida humana (Actas del V
Sínodo, Pág. 433, n. 213, Cf. También Pág. 410, n. 40).
Sobre todo rezar
Concluyo recordando que la separación entre la
Iglesia y el Estado en nuestro país no puede ser entendida como una separación
entre la fe y la vida.
Recuerdo las palabras del Papa Juan Pablo II con
respecto a la vocación y misión propia de los fieles laicos como «miembros de la
Iglesia y ciudadanos de la sociedad humana». «En su existencia no puede haber
dos vidas paralelas: por una parte, la denominada «espiritual», con sus valores
y exigencias; y por otra la denominada vida «secular», es decir, la vida de
familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de
la cultura» («Christifideles Laici», n. 59b, Cf. Concilio Vaticano II, Decreto
sobre el Apostolado de los Laicos, «Apostolicam Actuositatem», 18 de noviembre
de 1965, n. 4).
No se puede separar en compartimentos de nuestras
vidas nuestra fe y nuestra concepción política; deben relacionarse una y otra en
una vida que se viva con integridad. Esto resulta especialmente cierto con
respecto a la salvaguarda del derecho a la vida, el fundamento de todos los
demás derechos.
El Quinto Sínodo Diocesano nos ha recordado que «el
primer medio que debe emplearse en la restauración del respeto por toda vida
humana es la oración, especialmente la oración ante el Santísimo Sacramento»
(Actas del V Sínodo, Pág. 434, n. 218). Para salir al encuentro del desafío de
promover el respeto por toda vida humana durante las próximas elecciones,
impulso a los individuos, a las familias y a las parroquias que hagan
regularmente la Hora Santa por la Vida (Cf. Ibíd., Pág. 434, n.
219).
Cristo, que vino a darnos su vida por la salvación de
todos y que sacramentalmente renueva el flujo de su vida hacia nosotros en la
Sagrada Eucaristía, podrá oír nuestra oración en nombre de todos los que sufren
amenazas a su derecho a la vida.
En estos tiempos en los que la dignidad humana se ve
amenazada y asaltada de tan diversas maneras, rogamos la intercesión de Nuestra
Señora de Guadalupe, Estrella de la Nueva Evangelización y Patrona de la Vida.
La Madre de Dios se apareció en 1531 en nuestro amado continente para mostrarnos
la inconmensurable misericordia y amor de Dios por todos sus hijos de América,
especialmente por los pueblos nativos. Con sus apariciones, aceleró el fin de la
extendida y horrible práctica pagana de los sacrificios humanos, y confirmó la
dignidad de toda vida humana.
Que ella pueda, en nuestros tiempos, inspirar y
fortalecer la conversión de América al Evangelio de su Divino Hijo, que es
primera y principalmente, el Evangelio de la Vida. Nuestras oraciones ofrecidas
a través de la intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe no quedarán sin
respuesta.
Invoco la bendición de Dios sobre ustedes, sus casas,
y su apostolado de respeto por la vida humana.
Dado en La Crosse, el 23 de noviembre, Solemnidad de
Cristo Rey, en el Año del Señor de 2003.
Excmo. y Rvdmo. Raymond L.
Burke
Obispo de La Crosse
Benedict T. Nguyen
Canciller
Traducción realizada por Agencia
Zenit